La mujer de 58 años, cocinera de profesión, se afana en meter zapatos de Gucci y Dior en bolsas para llevárselos a su patrona. Está en un departamento de lujo del octavo piso de un edificio con espectaculares vistas al Pacífico mexicano ahora convertido en un esqueleto lleno de escombros al que el huracán Otis arrancó de cuajo paredes y ventanas.
Pero Rufina Ruiz es optimista. Su casa, en un suburbio a la entrada de Acapulco, solo se inundó mientras que las del barrio de al lado quedaron “enterradas”. Además, es parte de los habitantes de este turístico puerto que mantiene su empleo, aunque eso le conlleve no estar en su casa cuando llegan los funcionarios que hacen el censo de damnificados que luego se traducirán en ayudas. “Prefiero trabajar”, asegura.
A dos semanas del ciclón que pasó de ser una débil tormenta a un huracán categoría 5 en tiempo récord y agarró desprevenidos a vecinos y autoridades, la ciudad de un millón de habitantes donde conviven grandes hoteles y suburbios paupérrimos, turismo con drogas y violencia, intenta reactivarse poco a poco aunque a ritmo desigual y consciente de que podrían pasar años hasta que la ciudad supere del golpe.
Los automóviles ya pueden transitar por las principales avenidas flanqueadas por escombros y palmeras rotas. En varios puntos de la ciudad pueden verse carteles que dicen “comida gratis”. Hay muchas filas de personas que esperan algo: el reparto de agua, el de alimentos, acceso a una farmacia. Los vecinos más acomodados, que huyeron de la ciudad en los primeros días, empiezan a regresar para ver cómo quedaron sus departamentos con vistas al mar.
También hay un constante ir y venir de trabajadores aunque a algunos no les salen las cuentas. Mariel Campos, de 33 años, era empleada de un hotel. Le ofrecieron seguir con el empleo –limpiando escombros en lugar de haciendo camas— pero no lo aceptó porque más de la mitad de los 16 dólares que cobraba al día se lo tiene que gastar en el transporte que ha multiplicado el precio de los pasajes.
Junto a un local en ruinas de “la costera”, el bulevar que recorre la bahía donde en lugar de yates flotan ahora muchos de sus restos, un joven empieza a colocar mesas y sillas de un pequeño restaurante. A pocos metros, unos trabajadores ponen maderas para cubrir los escaparates rotos.
Militares y guardias nacionales llenan las calles centrales. Lo que escasean son las palmeras, antes habituales, y el calor es asfixiante.
“Nos quitaron el pulmón de la ciudad”, lamenta Ana Mextlitzin Méndez, psicóloga de 44 años en referencia a la desolación en la que quedó convertido el principal parque de la localidad. Méndez es una de las pocas personas que habla del cambio climático como origen de este tipo de fenómenos cada vez más devastadores.