Imagina que te ofrecen un trabajo magnífico en el que te van a pagar muchísimo dinero y te piden que te reúnas con la persona que será tu jefe para saber más del puesto.

A medida que habla y describe el cargo, sientes algo en el estómago, como una contracción, pero en ese instante no entiendes por qué tienes esa sensación incómoda.

Tu amígdala sí lo sabe. Esta estructura que está en el cerebro detectó algo en la inflexión de la voz, los movimientos faciales, la forma en que esa persona estaba haciendo los planteamientos e hizo una asociación con una experiencia en la que te defraudaron y te está lanzando una advertencia:

“¡Cuidado! Aquí hay una incoherencia aunque no la puedas explicar conscientemente”.

“La amígdala, en el caso humano, es un detector de incoherencias”, le explica a BBC Mundo -tras ofrecer ese ejemplo- el doctor Manuel Portavella, profesor en el área de Psicobiología y coordinador del Máster en Estudios Avanzados en Cerebro y Conducta de la Universidad de Sevilla.

Ahora imagina cuánto más se puede exacerbar cuando se ha vivido una experiencia traumática: “se hace más sensible a cualquier tipo de incoherencia o apariencia de incoherencia”.

Hay gente que puede llegar a ser más sensible que otra a una experiencia traumática y sufrir efectos a largo plazo, que se manifiestan, por ejemplo, en “reviviscencias, pesadillas, y pensamientos negativos” que interfieren con su vida diaria, indica Joelle Rabow Maletis, educadora y asesora en psicología.

“Este fenómeno se llama trastorno de estrés postraumático, o TEPT, y no es un fallo personal; más bien, es el mal funcionamiento de mecanismos biológicos que nos permiten hacer frente a experiencias peligrosas y que es tratable”, señala en la animación TED-Ed: La psicología del trastorno del estrés postraumático.

Una amígdala hiperactiva

El efecto en una persona de una experiencia traumática depende de varios factores, entre ellos el fenotipo cerebral de cada individuo, explica Portavella.

Cuatro personas -ejemplifica- pueden haber sido sometidas a la misma experiencia traumática y “una de ellas consigue llevar una vida normal, pero las otras no“.

En parte eso se debe a lo que “en psicología clínica se conoce como diátesis-estrés, la combinación de estrés y la sensibilidad de cada persona ante él. No hay un patrón único”.

De acuerdo con la psiquiatra Ellen Vora, “las experiencias traumáticas con frecuencia se almacenan en el cuerpo, el cual también reprograma el cerebro”.

El trauma deja al cerebro en alerta elevada, “incluso si la amenaza ya no existe“, y algunas personas pueden percibir peligro donde no hay.

Portavella habla de la retroalimentación de la memoria episódica, “como una reverberación, o lo que en psicología se llama ‘rumiar’: estar constantemente autoexponiéndose al recuerdo”.

Eso retroalimenta el circuito amigdalino, clave, entre varias funciones, en el aprendizaje emocional y en la gestión de las respuestas emocionales.

Lucha, escape o bloqueo

Las experiencias traumáticas (violencia doméstica, abuso sexual, desastres naturales, guerras, entre otras) activan el sistema de alarma cerebral conocido como: lucha, escape o bloqueo.

“Junto al miedo esas son reacciones naturales que han estado diseñadas a lo largo de la evolución para nuestra supervivencia“.

“Esas emociones vienen prediseñadas en nuestra genética y se empiezan a desarrollar en la infancia”, cuando se inicia el aprendizaje de cómo usarlas de forma adecuada.

En ese proceso, desempeñan un rol clave los circuitos amigdalinos y la corteza prefrontal del cerebro (la que nos permite tomar decisiones, realizar tareas planificadas).

Pero ¿qué ocurre si una persona tiene estrés sostenido producto de una experiencia traumática?

Si bien contamos con una respuesta que ha sido naturalmente diseñada para huir, para defendernos de una situación crítica, “en un contexto de maltrato continuado, no hay escapatoria, se mantiene el estrés y el estrés produce muchas alteraciones metabólicas porque hace que nos preparemos para una acción”.

Y es que cuando ocurre la experiencia traumática, se genera lo que Maletis llama una “cascada química“, que “inunda el cuerpo con varias hormonas de estrés diferentes, causando cambios psicológicos que preparan al cuerpo para defenderse”.

“Nuestro ritmo cardíaco se acelera, la respiración se acelera y los músculos se tensan”.

Se altera el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HHA) y en ese proceso se desencadena la respuesta del miedo por la activación del sistema límbico.

Y, advierte Portavella, “si eso se mantiene en el tiempo, desarrollamos un trastorno”.

“El sistema aprende que hay una amenaza permanente y una vez que lo aprende, aunque salga de esa situación, se ha modificado, se ha hecho más sensible al estrés”.