Hace 50 años, cuando en la sierra Tarahumara -noroeste de México- ni siquiera había carreteras, el sacerdote jesuita Javier Campos recorría las montañas y profundos cañones en motocicleta para apoyar a las comunidades indígenas pobres y marginadas.
Su compañero, el religioso Joaquín Mora, trabajó muchos años a su lado y a lo largo de más de dos décadas en la sierra vio cómo esas tierras, cercanas a la frontera con Estados Unidos, fueron llenándose de miembros del crimen organizado que plantaban amapola o marihuana.
Los religiosos, de 79 y 80 años, respectivamente, eran personas respetadas por todos en esas montañas boscosas… hasta el lunes, cuando fueron asesinados junto a un laico en la iglesia de la comunidad de Cerocahui.
El presidente Andrés Manuel López Obrador reconoció el miércoles que el atacante ya estaba identificado y que tenía una orden de captura desde 2018, nunca ejecutada, por el homicidio de un turista estadounidense en esas mismas montañas del estado de Chihuahua y que limitan con Sinaloa y Sonora.
Campos, nacido en la Ciudad de México y apodado “El Gallo” por lo bien que imitaba a ese animal y lo que le gustaba cantar, y Mora, conocido por el diminutivo de “Morita”, estaban totalmente integrados entre los indígenas tarahumaras (o rarámuris). Hacían labor social, defendían su cultura y promovían servicios básicos y educación.
Eran “figuras de autoridad moral, personas que generaban equilibrios en la comunidad”, dijo el martes por la noche el también jesuita Jorge Atilano durante una misa en la capital del país. “Su palabra era tomada en cuenta”.
Sin embargo, esos equilibrios que durante mucho tiempo lograron que la violencia no los tocara en forma directa, se rompieron esta semana.
Los sacerdotes conocían a su asesino porque era un líder criminal local, explicó otro jesuita veterano de la sierra, Javier Ávila. En una entrevista a una radio local que él ayudó a fundar, comentó que el agresor estaba “fuera de sí, alcoholizado” y que aunque después de los primeros disparos uno de los religiosos intentó calmarlo, no lo logró.
Primero mató al laico, identificado por las autoridades como un guía turístico local, luego a uno de los sacerdotes que acudió en su ayuda y después al otro. Lanzó los cuerpos a una camioneta y se los llevó pese a las súplicas de un tercer cura que sobrevivió y contó lo sucedido.
La Compañía de Jesus pidió proteger a religiosos, laicos y vecinos de Cerocahui, un pueblo de unos 1.000 habitantes que recibe a algunos turistas amantes de la naturaleza pero donde todo se mueve bajo la atenta mirada de gente armada. Por eso, durante las horas siguientes al crimen, todos callaron. “Les dijeron ‘si ustedes hablan y hay algún movimiento, vengo por todos ustedes y los mato a todos’”, contó Ávila.
Dos días después, el gobierno de Chihuahua pedía la colaboración ciudadana y ofrecía una recompensa de hasta 250.000 dólares para quien ayudara a capturar al prófugo.
Las fuerzas armadas buscaban el miércoles los tres cadáveres y también a otras tres personas que fueron raptadas y siguen desaparecidas. Una niña que fue capturada a la vez ya fue liberada, dijo López Obrador.
La violencia en la sierra no es nueva pero la situación se agravó recientemente, explicó a The Associated Press el padre Pedro Humberto Arriaga, superior de los jesuitas en una misión del sur del país y amigo de Campos desde que eran estudiantes.
En mayo, la última vez que se juntaron, Campos le transmitió “la gravedad de la situación, de cómo las bandas de narcos habían avanzado en la región, cómo se estaban apoderando ahí de las comunidades” y “se estaba descontrolando” todo, cada vez con más armados por todas partes.
Arriaga dijo no tener noticia de que Campos y Mora hubieran sido amenazados pero todos eran conscientes de los riesgos que corrían al tener que moverse entre esas “mafias”.
De hecho la congregación se había planteado sacar a los ancianos de la sierra, pero ellos no quisieron.
“Murieron como vivieron, defendiendo sus ideales”, dijo un amigo de ambos, Enrique Hernández, en otra misa homenaje en la ciudad de Chihuahua.
El padre Arriaga recordó el espíritu aventurero de Campos, su gusto por el baloncesto y sobre todo su inmersión cultural que le había llevado no sólo a hablar dos dialectos rarámuris, sino a “ponerse en la piel” de este pueblo participando de todas sus danzas y rituales.
Muchos alumnos de Mora elogiaron en las redes su labor como educador.
Los jesuitas son conocidos por su labor misionera en América Latina, que se remonta a la época de la colonia y que se centró en los pueblos indígenas, explicó en un correo electrónico Andrew Chesnut, profesor de estudios religiosos de la Virginia Commonwealth University.
“De hecho fueron expulsados tanto de Brasil y de la América española durante la segunda mitad del siglo XVIII acusados de privar a los colonos de la mano de obra indígena al concentrarlos en sus misiones”, dijo Chesnut.
Durante el último medio siglo, han sido reconocidos como defensores de los derechos humanos y promotores de la justicia social. Campos y Mora, agregó el académico, “son las últimas víctimas en un país que se ha convertido en uno de los más peligrosos del mundo para el clero católico, sobre todo debido a la violencia endémica del crimen organizado”.
El máximo representante de los jesuitas en México, Luis Gerardo Moro, destacó en la ceremonia de Ciudad de México del martes por la noche que el crimen supone “un punto de quiebre y de no retorno en el camino y misión de la Compañía en México”, que seguirá denunciando el olvido y la violencia que persisten en esa zona y no callará ante las injusticias.
El presidente López Obrador, que llegó al poder en 2018, prometió reducir la violencia pero sin luchar frontalmente contra los cárteles, que fue la estrategia de sus predecesores. Los homicidios dejaron de crecer al ritmo vertiginoso de los años previos pero el gobierno no pudo contenerlos. Los casi 124.000 que van en esta administración superan ya los registrados en todo el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012).
“¡Cuántos asesinatos en México!”, lamentó el papa Francisco, al condenar el crimen de sus compañeros de orden. “La violencia no resuelve los problemas, sino que sólo aumenta los sufrimientos innecesarios”.
Para el padre Ávila una de los principales problemas es la impunidad, que no sólo existe en la Sierra Tarahumara, donde en el último lustro han sido asesinados defensores de derechos humanos, indígenas, ecologistas, una periodista y el turista estadounidense. A su juicio, afecta a todo el país, “es cada vez más descarada” y se une a la ineptitud para contener la violencia. “Ya estamos hartos”, sostuvo.