En la frontera sur de Estados Unidos, las restricciones por la pandemia siguen impidiendo que la mayoría de los migrantes presenten sus solicitudes de asilo en territorio estadounidense, y los recién llegados, entre ellos muchos niños, esperan en campamentos y albergues un cambio de política.

Con el paso de los meses, una organización ha movilizado a los antiguos maestros entre los refugiados para que impartan clases a los niños.

La Escuela de Acera para Niños Solicitantes de Asilo comenzó hace casi tres años como un esfuerzo de una pareja de Texas para contribuir a la crisis humanitaria en la frontera. Este mes oficialmente se inscribió como una organización estadounidense sin fines de lucro y abrió su escuela más grande hasta la fecha.

Alrededor de 10 maestros están impartiendo clases a unos 500 niños en tres inmensas carpas levantadas en un precario campamento a pocas manzanas del puente que une a Reynosa, en México, con Hidalgo, Texas.

Bajo una de esas carpas, Josué Herman Sánchez Mendoza, de 36 años, habla por un micrófono ante decenas de estudiantes de entre 10 y 17 años, que asisten a una clase de ciencias sociales.

Sánchez enseña las virtudes que los estudiantes deben adoptar: honestidad, paciencia, tolerancia, respeto, generosidad y voluntad.

“Si no practicamos nuestros valores, nuestras vidas serán más difíciles”, dice Sánchez a los alumnos sentados sobre láminas de poli espuma en el suelo.

Sánchez era un académico e investigador en el Instituto de Antropología e Historia de Honduras. Un día, junto a su familia, e igual que sus estudiantes, emprendió la peligrosa jornada hasta la frontera de Estados Unidos.

Sánchez dice que pagó a varios traficantes un total de 17.500 dólares para que su familia de cinco cruzara durante un mes el territorio de México. Atravesaron senderos secretos en la selva y carreteras congestionadas. Estuvieron 72 horas en un autobús sobrecargado y en un camión con otras 40 personas sin baño. Esperaron cinco días escondidos en una casa y cinco en otra.

“Son los niños los que sufren más. Como adulto, yo comprendo que soy un refugiado, pero el niño no. Un niño dice ‘tengo hambre, tengo frío, quiero bañarme’, y el padre se siente impotente”, dice Sánchez.

Un mes después de abandonar su casa, Sánchez y su familia cruzaron el Río Grande en balsas inflables y entraron en territorio estadounidense. La Patrulla Fronteriza los encontró, los procesó y los envió al puente de Hidalgo-Reynosa a fines de septiembre.

Desde entonces vive en el campamento, alimentándose con la comida que les llevan las iglesias locales y ayudando a la escuela en sus clases diarias, que comenzaron a principios de este mes.